domingo, 16 de marzo de 2014

La princesa XXXVII: Latidos



Las princesas son princesas hasta que dejan de serlo. Entonces descubren que su reinado no ha hecho más que empezar, que sus coronas no pesan, sus extravagancias no importan, sus caprichos no le pertenecen y sus sueños comienzan a mirar mucho más allá. Las princesas son princesas hasta que dejan de pensar en sí mismas.

He esperado el momento, mamá, para poder decírtelo, he querido asegurarme de hacerte llegar yo misma esta increíble noticia; pero veo que tus dotes de bruja viajan tan rápido y tan lejos que, intuyo, has vuelto a descubrirme. Pero ahora sí, puedo confirmarte que estoy embarazada.


Crece dentro de mí una niña, una pequeña cosita cuyo corazón late tan rápido que no consigue más que asustarme. Se cría en mi vientre una niña que, día a día, agranda mi piel, aumenta mi cuerpo y me invita a pensar que ya no soy una: somos dos. La princesa va a ser madre, aunque no termine de creerlo del todo.

Esto quiere decir, mamá, que vas a ser abuela.

En realidad, esto quiere decir tantas cosas que, desde que supe la noticia, mis latidos se han vuelto a acelerar. Pienso, planifico, imagino... Y, en cierta manera, todo se me queda grande. No consigo abarcar el amplio significado de ser madre. Mis ilusiones son tan amplias que vuelan mucho más alto que los rascacielos de Nueva York; tan alto que, si miras al cielo desde allí, podrás ver la sombra que proyecta mi alegría.

Se llamará Alba, tendrá la sonrisa de su madre, los ojos de su abuela y las manos virtuosas de su padre. Escuchará atenta las notas del piano, como ya hace ahora tras mi vientre cuando me siento a escuchar la música de mi príncipe. Leerá mis cuentos, como ya ha empezado a hacer ahora cuando me siento a escribir. Y yo, ilusionada, le narro mis historias convencida de que ella, desde mis entrañas, escucha atenta las palabras de su madre.

Será risueña, alegre y alocada, como los juegos teatrales de su abuela. Inventará travesuras, construirá imposibles y disfrutará bajo las gotas de lluvia deseosa de empaparse de felicidad.
Cada día imagino un poco de cómo será mi pequeña. Y aunque no sean más que sueños, me entretengo en pensar todo lo que mi niña podrá ser. Ella será mi princesa y yo seré su reina.

Desde que recibí la noticia planifico como loca el momento de su llegada. Preparo una cuna, adecento su cuarto y organizo, absorta en mis pensamientos, todo lo que en mi nueva vida pueda necesitar. ¡Ay, mamá, cuánta alegría sería poder compartirlo contigo!

Abro las cajas envueltas de tus recuerdos, aquellas que me enviabas en mis últimos cumpleaños. Retomo mis juguetes cubiertos de suave satén, mis memorias bañadas en lino y abrazo tus palabras de seda. Aún me llega tu olor si me esfuerzo en imaginarlo.

Y, entre telas, encuentro mi corona, la que posaste sobre mi cabeza en mi decimoctavo cumpleaños, cuando celebraba convencida que ya me había hecho mayor. Brilla como nunca pero, al cogerla, me quema en las manos. Sus colores, su luz, su fuerza, en cierto modo ya no me pertenecen. Ya sabes que mi corona no había encontrado su sitio en Nueva York. Y quizás era por esto. Quizás estaba esperando, como tú pronosticaste, que alguien viniera a destronar a la princesa, que alguien quitara la corona de mi cabeza para que, esta vez sí, pudiera hacerme mayor.

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